Crítica literaria: “Chicos de Varsovia”

Vamos a decir la verdad: a nadie le gusta leer los horrores de la guerra. A nadie le interesa saber los pormenores de aquellas angustias sufridas en carne propia por hijos, padres, abuelos, vecinos, amigos, cuando veían caer uno a uno a los más queridos o simplemente experimentar esa locura de sentir la muerte en primer plano, cuando todo se derrumba.

A nadie le interesa ser testigo del infierno –aun siendo meros lectores-, salvo quienes se sienten ligados a aquellos protagonistas de  tiempos oscuros por un hilo invisible e inquebrantable. Por un hilo que ni los años ni la distancia ni el olvido pudieron romper.

Sin embargo, una vez que abrimos “Chicos de Varsovia”, será difícil dejarlo. Ellos nos están pidiendo que lo leamos.

La tapa de “Chicos de Varsovia” muestra eso, adolescentes. Jóvenes, tres varones y una mujer, alguno incluso niño, con cascos y gorras, sonrientes, llevando uno un arma y ella un pañuelo rojo en la cabeza, sentados en una vereda cualquiera.

En esa imagen, los “Chicos de Varsovia” eran felices. Es lógico, perseguían una utopía. Se preparaban y entrenaban hasta el hartazgo para lograr lo que fue la mayor insurrección contra los nazis en Polonia durante la Segunda Guerra Mundial.

La foto, claro está, ocurrió antes de que todo se vuelva lo contrario y sea la historia conocida por todos: una ciudad sembrada de muertos en manos del ejército nazi.

Casi desconocido por todos -y confundido por muchos con el levantamiento del Gueto de Varsovia-, el levantamiento del que se hace referencia en este libro duró dos meses y fue el de mayor envergadura durante el episodio bélico. Tuvo lugar en 1944, comenzó el 1º de agosto y por más inteligencia y fuerza que pusieron sus protagonistas, después de mucho resistir, Hitler arrasó con la ciudad hasta sus cimientos, dejándola convertida en ruinas. Sólo 150 sobrevivientes de aquella insurgencia – soldados de la AK (Armia Krajowa) instruidos en la total clandestinidad- llegaron a Argentina para salvar su vida y de a poco fueron rearmando aquella historia que ya estaba desdoblada.

Debió pasar mucho tiempo para que esta historia sobre Varsovia pudiera ser contada. Debieron pasar años de silencio para que aquellos que sabían y habían estado allí se animaran a hablar. Debieron pasar varias generaciones para que llegue alguien que pudiera (y quisiera) rearmar el rompecabezas de los testimonios diseminados a miles de kilómetros y los condensara de manera puntual en un libro.

Quien la rescata del olvido es Ana Wajszczuk, ella fue quien sintió -vaya a saber en qué momento de su vida- que esos relatos que sobrevolaban su historia familiar debían ser contados. Por eso comenzó a tirar de a poco del hilo silencioso que teje los recuerdos, y pronto descubrió que aquellos que callaban sólo lo hacían sólo para no morir de tristeza pero que, al  al escucharlos, al mismo tiempo podían remediar su dolor.

Al comenzar a escribir este libro Ana sabía que su padre sabía lo que su abuelo también sabía. Que la familia Wajszczuk había sido parte de ese levantamiento y que tres primos heroicos (Barbara, Antoni y Wojtek) desafiaron el poder del diablo y se alzaron por las calles de su pueblo para liberarlos. Sólo uno de ellos se salvó, pero el temor era tal que sólo mucho después el tiempo hizo su trabajo, y despertó en un espíritu inquieto la curiosidad de saber de esos orígenes que habían quedado en tierras europeas.

“Chicos de Varsovia” no es un libro fácil, sin embargo demuestra una vez más que los relatos escondidos suelen ser la palabra con mayor valor para una persona. Y si ese relato puede atravesar el tiempo y el espacio, se convertirá en una historia inmortal.

Años atrás, la autora y periodista rusa Svetlana Alexievich ganaba el Nobel de literatura por su trabajo como autora, en especial por uno de sus libros –“La guerra no tiene rostro de mujer”-, donde recopilaba testimonios de miles de mujeres siendo parte del Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial. No es casual que Ana Wajszczuk ponga este título como su primera referencia de lectura. “Chicos de Varsovia” no es más ni menos que un impecable trabajo de recolección de fuentes testimoniales imprescindibles para seguir reconstruyendo esas invisibles historias de anónimos que dieron su vida por un futuro mejor y que no vivieron para contarlo.

Imagino que para la autora no debe haber sido fácil comenzar a delinear su árbol genealógico en perspectiva. Su paciencia y respeto, su silencio, su persistencia aún en la incertidumbre son como sombras que se asoman página tras página y por eso se agradece el amor puesto en recobrar el sentido de episodios pasados que no parecían tener lógica. Y es increíble como desde aquí, a miles de kilómetros de aquella Varsovia arrasada hace más de 50 años, comienzan a cerrar cicatrices.

“Chicos de Varsovia” es un libro que habla de los horrores de una guerra. Pero también es un trabajo que demuestra que los lazos familiares son, muchas veces, lo más auténtico que tenemos a mano para mirarnos a nosotros mismos.

Por Florencia Vercellone

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